A lo largo de mi vida he escuchado muchos conceptos que la gente dentro y fuera de la iglesia tiene de Dios. Tristemente, el más común de ellos que he escuchado de forma consciente o inconsciente, es el que Dios es una persona indistinta, sin sentimientos, como un robot. Sentado allá en un trono lleno de joyas, parecido a Gandalf, con una regla en la mano como los maestros de la escuela, esperando que su reloj dé la hora de ya destruir todo y ver quién sí logró seguir las reglas que él puso miles de años atrás y quién no.
Mientras leía mi devocional hace unos días, no pude pasar de los primeros versos del libro de Jeremías capítulo 2. Terminé con mi rostro lleno de lágrimas viendo a un Dios absolutamente diferente a este que muchos tienen en su mente. Un Dios que pareciera estar derramando su corazón en dolor al hablarles a sus hijos.